La Rayuela es un juego infantil y como un juego se puede leer esta novela de Julio Cortázar publicada en 1963 y que constituye una de las obras centrales del "Boom latinoamericano". Con un total de 155 capítulos, el libro puede leerse de varias maneras:
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Por la lectura normal, leyendo secuencialmente de principio a fin.
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Por la lectura «tradicional» propuesta por Cortázar, leyendo secuencialmente desde el capítulo 1 hasta el 56 y prescindiendo del resto.
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Por «el orden que el lector desee», una posibilidad que Cortázar exploró después en su novela 62/modelo para armar.
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Por la secuencia establecida por el autor en el tablero de dirección (que se encuentra al inicio del libro), que propone una lectura completamente distinta, saltando y alternando capítulos. Ese orden, con varios elementos estilísticos del collage, comprende textos de otros autores y ámbitos.
En el capítulo 68 de la novela nos encontramos con un texto en “giglico”, un lenguaje creado por Julio Cortázar que narra una escena erótica y aunque aparentemente carece de sentido, al leerla, nuestra imaginación le pone sentido claro y concreto a los huecos, ocupados en el texto por palabras ininteligibles. Al final, es uno mismo (el lector) quien con su imaginación recurre a términos más gráficos que los empleados por Cotázar.
Este es el texto de Rayuela, capítulo 68:
Apenas Crespo le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las anillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente su orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, las esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentía balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.
Con el gíglico Cortázar nos muestra el poder de experimentación de la lengua, la literatura entendida como juego y la complicidad del lector en este juego.